Cuando me lancé a renovar mi casa cerca del mar, no tenía ni idea de por dónde empezar, pero sí sabía que quería transformar cada rincón en algo que me hiciera suspirar de gusto cada vez que cruzara la puerta, así que me puse manos a la obra con un proyecto que abarcara desde el suelo hasta el tejado. En mi búsqueda de inspiración y ayuda, descubrí que las reformas integrales Ribeira son una opción súper popular por aquí, y no es para menos, porque con el clima húmedo y salado de la costa gallega, necesitas algo bien hecho que aguante el paso del tiempo y te deje la casa como nueva. Todo empezó con un café en la mano y un cuaderno lleno de garabatos que eran mis sueños locos de tener una cocina abierta, un baño que no pareciera de los años 70 y un salón donde pudiera invitar a mis amigos sin vergüenza de las paredes desconchadas.
La planificación fue como mi brújula en este caos, porque sin ella habría terminado con un martillo en la mano y ninguna idea clara de qué hacer después de dar el primer golpe. Me senté una tarde lluviosa con mi pareja y empezamos a dibujar planos caseros, imaginando cómo queríamos que fluyera el espacio; por ejemplo, queríamos tirar una pared que separaba la cocina del comedor para que la luz del ventanal grande llegara hasta el fondo, algo que en una casa vieja como la nuestra era como pedirle al sol que entrara a saludar. Luego fuimos más allá y marcamos prioridades: primero el tejado, que goteaba como si tuviera vida propia cada vez que llovía, y después el suelo, que crujía tanto que parecía que estaba ensayando para un musical. Hicimos un calendario aproximado con fechas para cada fase, aunque confieso que lo ajustamos mil veces porque subestimé lo que tardaríamos en decidir hasta el color de la pintura, pero ese esfuerzo inicial nos dio una hoja de ruta que evitaba que nos perdiéramos en el proceso.
Elegir materiales de calidad fue mi siguiente obsesión, porque no quería gastar un dineral para que todo se estropeara con la primera ráfaga de viento salado que nos manda el Atlántico. Por ejemplo, para el suelo del salón, me enamoré de una madera laminada que parece de roble pero está tratada para resistir la humedad, algo clave en una zona donde el aire siempre huele a mar; la instalamos y ahora parece que camino sobre un barco de lujo sin preocuparme por si se hincha como un globo. En la cocina, optamos por encimeras de cuarzo que no se rayan ni con mi torpeza habitual al cortar cebollas, y en el baño pusimos azulejos grandes en tonos azules que recuerdan al océano, pero que son tan fáciles de limpiar que hasta mi sobrino pequeño podría pasarles un trapo sin drama. Cada elección la pensamos con cariño, buscando durabilidad y ese toque costero que nos hace sentir en casa, aunque admito que pasé noches enteras mirando catálogos online hasta que mis ojos pedían clemencia.
Encontrar profesionales confiables fue el verdadero reto, porque no quería dejar mi sueño en manos de alguien que me prometiera el oro y el moro y luego me dejara con una pared a medio pintar y un “ya te llamo mañana”. Pregunté a vecinos y amigos hasta que di con un equipo en Ribeira que tenía buena fama, y cuando los conocí, me ganaron con su puntualidad y esa manera de explicarme cada paso como si yo fuera parte del proyecto, no solo la que pagaba la factura. Por ejemplo, el día que empezaron con el tejado, el jefe de obra me enseñó cómo iban a sellar cada teja para que no entrara ni una gota, y hasta me dejó subir a mirar —con casco, claro— para que viera cómo quedaba; esa transparencia me dio una paz que no tiene precio. También fueron geniales resolviendo imprevistos, como cuando encontraron una viga podrida que no esperábamos y la cambiaron sin convertirlo en un drama de telenovela.
Ver cómo mi casa se transformaba con cada martillazo y cada capa de pintura me tiene todavía flipando, porque lo que empezó como un desastre ahora es un lugar donde cada rincón tiene sentido y funcionalidad. Las reformas integrales Ribeira me enseñaron que con un buen plan, materiales decentes y gente que sabe lo que hace, puedes tener un hogar que no solo resiste el clima gallego, sino que te hace sonreír cada vez que entras por la puerta. Ahora, cuando miro mi salón abierto o mi cocina reluciente, pienso que todo el esfuerzo y las noches sin dormir valieron la pena.